El hombre se apoyó en un palo
blanco jadeaba y tenía la espalda sudorosa. Midió con la vista la higuera
gigantesca que se alzaba a la orilla de un arroyo pedregoso casi seco; una bandada
de urracas levantó el vuelo, rompiendo con sus graznidos el silencio del
mediodía. El chaparral gris inundaba las pupilas de Amador López y sus tres
compañeros, vecinos de la Villa de San Miguel de Culiacán aquel 15 de marzo del
Año de Gracia de 1562.
En los oídos de todos resonaban
como murmullos de despedida, los rezos con que había sido acompañada su partida
seis días atrás en la pequeña Misión de Tabalá. El deseo de riqueza y aventura
como soga indivisible, tiraba implacable de las botas cubiertas de polvo que
trepaban cerros y lomeríos desconocidos, buscando un valle del que habían
tenido vagas noticias sobre el oro y la plata que acumulaba. Habían remontado
una cresta más. A sus pies se extendía una planicie con pequeñas ondulaciones,
y el fondo azul de una alta sierra.
Empezaron a descender lentamente
hacia aquel valle inundado de cedros, en medio de sus pensamientos y la soledad
de la tarde. Se adentraron guiados por el verdor de una larga hilera de
sabinos, sinónimo del agua que ya necesitaban; ahí terminaba esa sexta jornada.
Emprendieron sus primeras
exploraciones en el cerro que denominaron de Barreteros, y los extraordinarios
conocimientos de estos primeros mineros, encontraron las buscadas venas de oro
y plata bautizando la incipiente explotación con el nombre de Real de las
Vírgenes.
La noticia del hallazgo se extendió, y se
inició la afluencia de otros hijos de Castilla, que continuaron con nuevas
exploraciones, encontrando mineralizada gran parte de la zona comprendida entre
los cerros de Barreteros, San Nicolás, La Cobriza y El Palmar, los cuatro
vigías inmutables del valle de Cosalá.
En los lomeríos situados en la
margen izquierda del arroyo donde acampó aquel 15 de marzo de 1562 Amador
López, se trazó el futuro pueblo, dándole todas las características defensivas.
La cercanía de los indios tepehuanes y los Acaxees dictaban las medidas de
prudencia que no debían olvidar los fundadores.
Se inició el auge minero y lo
acompañó la tala de los bosques de cedro que cubrían el lugar; materia
indispensable para las macizas construcciones que empezaron a levantarse. Los
gruesos adobes, la teja roja y el oloroso cedro, girando alrededor del esfuerzo
colonizado, y el trazo ya establecido configuraron el pueblo.
Las exploraciones mineras
siguieron extendiéndose, principalmente hacia el oriente, surgiendo los fundos
de San José de Las Bocas, Guadalupe de Los Reyes, El Cajón de Tapacoya, La
Ciénega, que dieron fama a toda la región y sentaron las bases de desarrollo.
Ya en el año de 1760 Cosalá
estaba con el trazo que no se ha alterado hasta la fecha. Sus casas de techos
muy altos, calles y callejones retorcidos que recuerdan los pueblos iberos,
servían de marco a las iglesias de la Virgen de Guadalupe y Santa Úrsula, esta
última patrona de la población.
Su ubicación, distante de las
rutas tradicionales de viajeros y comerciantes, no era obstáculo para el
incesante traslado de tejas. Las conductas de mineral ya afinado engrosaban la
Casa Real de Moneda. Auge de arrieros. Atajos de mulas trasladaban la bonanza y
regresaban con noticias de insurrección; provenían de la capital de la Nueva
España. Corría el año de 1810, se iniciaba la Insurgencia. Las Cajas de metales
del Real de Minas de Cosalá rebosaban de oro y plata. La región hervía con la
actividad minera que se había extendido también hacia el norte, hasta La
Rastra, cerco de la actual colindancia con el municipio de Culiacán.
248 años atrás, un caluroso
mediodía del mes de marzo, Amador López había encontrado los primeros hilos de
metal precioso en un valle al pie de la alta sierra.
Obtenido de:
Revista Cultural Presagio. (2002). 18 Encuentros con la Historia; Cosalá. Gobierno del Estado de Sinaloa. https://wikisinaloa.org/18-encuentros-con-la-historia-cosala/